La belleza escondida

Cuán fácil es caer en la conformidad con el mundo, cuán fácil es dar la vida por sentada. Supongo que nuestra sociedad nos empuja a ellos; por un lado, porque lo que hay más allá de nosotros es, en general, o desconocido o directamente incognoscible -y todos sabemos que pocas cosas tolera menos el ser humano que la incertidumbre-; por otro, porque la sociedad actual es profundamente individualista: solo si vivimos centrados en nosotros mismos, aspirando a metas que no se pueden satisfacer creadas por el mismo sistema (como esa imagen idílica de felicidad y éxito que se nos vende), somos fáciles de manipular para seguir consumiendo y ser dóciles. Pero, en fin, el miedo es una de las emociones más fuertes, y decidimos subyugar nuestra libertad y vida para evitarlo. Y precisamente buscando la vida, la perdemos, pues nos olvidamos de la desbordante belleza que nos rodea, y de lo sorprendente y bello que es estar vivo.

 

Recientemente me recuperé de una enfermedad que me había dejado en cama varios días y me había quitado incluso la vista o el gusto. Recuerdo el primer día que salí a la calle tras haberme recuperado lo suficiente. Recuerdo la felicidad con la que sentía los cálidos rayos de sol sobre mi rostro, y tantear con mis dedos desnudos la hierba, los árboles y las rocas que me rodeaban; recuerdo inclinarme ante las flores de magnolia y de los cerezos, pidiéndoles antes permiso con una leve reverencia a las abejas y otros insectos polinizadores que habían decidido también aquella mañana disfrutar de ese espectáculo. Y el sabor de las frutas, ah, el sabor de las frutas. Todo aquella mañana fue tan maravilloso... Obviamente, lo ideal sería que no hiciera falta pasar por una enfermedad grave para poder apreciar todo lo bello que nos rodea. Pero cómo no hacerlo cuando la vida es a veces tan complicada, y cuando pensar en uno mismo -en lo que queremos, en lo que necesitamos-, es esencial para nuestra supervivencia y felicidad. Aquí está oculta la idea del "mal necesario" que desarrollaré más adelante. En cualquier caso, la solucion a este dilema quizá se encuentra, parafraseando a Aristóteles, "en el punto medio". Y aún este filósofo tenía un apunte más sobre la virtud que me conviene oportuno remarcar: la virtud no cae del cielo, la virtud es algo que se conquista a base de repetición, de hábito y disciplina (de nuevo, y a pesar de los estragos que ha causado el mentalismo, esto algo que se entiende desde el conductismo más básico perfectamente). Quizá nuestra vida cambiaría sustancialmente si, de forma diaria o semanal, dedicáramos un tiempo a salir de nosotros mismos y apreciar nuestro alrededor un poco más. Pero incluso si decidimos no hacerlo, la propia vida nos pone en bandeja la oportunidad.

En cualquier caso, cuando consigo salir de mí misma, de mis preocupaciones diarias, de mis miedos, de mis planificaciones, siento el aire fresco entrar de nuevo en mis pulmones, como si hubiese estado conteniendo mi respiración todo el tiempo anterior. A veces, el simple hecho de contemplar el cielo tiene este efecto: me recuerda lo pequeños que somos; me recuerda que puede que haya otras civilizaciones en el universo; me recuerda lo importante que es cuidar del planeta, y el uno del otro; y me recuerda lo bello que es el mundo. Esta es otra discusión aparte, pero ante aquellos que piensan que el conocimiento, sobre todo el conocimiento científico, es algo frío y muerto, que le resta atractivo y belleza a las cosas, tendría muchas cosas que decir. Creo que hay pocas experiencias más maravillosas que contemplar el atardecer y ser capaz de reconocer y nombrar a las aves que surcan el cielo (hay muchísima fuerza en el Nombre, en el  nombrar, pues de algún modo es acercarnos a lo nombrado, separarlo de lo desconocido y, como se decía en El Principito, "hacerlo nuestro"), o entender cómo es el propio aire que los seres vivos hemos creado durante millones de años, el que difunde la luz, causan esos colores rojizos tan bellos, cuando en Marte, yermo de vida y, por lo tanto, con una composición atmosférica diferente, los atardeceres son azules como el más despejado de nuestros días de verano. Pero me desvío del tema principal: el regalo que puede suponer nuestra propia finitud.

Huimos constantemente de la muerte, y no solo en un sentido literal a través de la medicina moderna, sino también emocionalmente. Invertimos muchísimo esfuerzo en distraernos de nuestro final, aunque la vida se empeña en recordarnos que no es para siempre: enfermamos, morimos, nuestros seres queridos enferman y mueren. Al menos en España, vemos esto como un "mal trago"; vamos al funeral, decimos unas palabras más o menos vacías a las personas más allegadas del fallecido, y seguimos a con otra cosa. Incluso la muerte -y no solo la propia-, se ha vuelto algo individualizado. Cada uno debe reponerse en silencio de esta pérdida, y cuanto antes se olvide, mejor: el dolor y la tristeza son emociones y sentimientos muy duramente penalizados en nuestra sociedad (no creo que sea coincidencia que el único dolor socialmente permitido, aquel de una ruptura amorosa, inunde tanto los poemas y canciones). Pero ese es precisamente el problema: los seres humanos somos muy buenos evitando. Si reuniéramos el valor suficiente como para enfrentarnos de cara a todo ello, no por evitar esas emociones que hemos mal llamado "emociones negativas"; si nos dejáramos inundar por ellas y las escucháramos, quizá descubriríamos que no son tan negativas como nos han vendido. Quizá también descubriríamos el interés  que hay desde el poder en que reprimamos emociones como la ira, o de que se patologice la salud mental, individualizando lo que claramente son problemas sociales. Irónicamente, a veces tengo la sensación de que vivimos en una sociedad en la que la emotividad y la sensibilidad son duramente castigadas y, sin embargo, no vivimos sino en la época más sentimentalista de la historia: no hay más que ver cómo las campañas publicitarias -incluso de muy nobles causas-,  o los discursos políticos, a lo que más abogan es por las emociones. Y esto es lo peligroso, pues emociones y sentimientos no son lo mismo: los sentimientos implican un procesamiento de nuestras emociones -que quizá son algo que nunca podamos cambiar del todo-. Pero no somos lo que sentimos, sino lo que decidimos hacer con esas emociones. Sin embargo, en la sociedad actual, tan acelerada en parte por las nuevas tecnologías, donde hay por doquier tanta información (especialmente visual, pues es la más rápida), nos saltamos muchas veces este fundamental paso de procesamiento. Estos dos hechos combinados -el tabú de las "emociones negativas" a través de esta dictadura de la felicidad, y la aceleración que hace que se apele a las emociones rápidas e instintivas-, nos convierte en adictos de las emociones que nos causan placer (perfecto para un sistema neoliberal y capitalista, pues siempre vamos a consumir más con tal de sentir más y más placer, en un círculo que nunca termina). Pero, ay, cuánta vida nos perdemos intentando eliminar todas aquellas "emociones negativas". Cuánto nos esforzamos por no pensar en la muerte, por no sufrir, por olvidar la finitud intrínseca al ser humano. Sin embargo, lo que yo he experimentado y aprendido es que precisamente en esta finitud, en estas heridas, es donde se halla parte de la belleza de la vida. Precisamente porque me sé finita, vulnerable, y sé que aquellos seres a los que amo también lo son, siento un impulso más fuerte por abrazarlos y cuidarlos, por ser hogar. Precisamente porque sé que voy a enfermar y morir, y que es una experiencia individual y solitaria, busco hogar. Hogar en los demás, en los demás heridos de la misma forma que yo; así, en la finitud de los seres y cosas que me rodean, encuentro una de las cosas más bellas de la vida: el acompañamiento en la vulnerabilidad.


Los seres humanos, imagino que por motivos evolutivos, nos acostumbramos (nos adaptamos) rápidamente a los entornos en los que nos hallamos (desde cómo nuestra personalidad es moldeada por una sociedad concreta, hasta cómo nuestro olfato se acostumbra a los olores al cabo de un par de minutos de exposición), y acabamos egocéntricamente centrados en nosotros mismos. He aquí la bendición del mal inevitable (pues, as igual que Spinoza, creo que hay que distinguir diferentes tipos de mal, y no creo que ser víctima de un genocidio o un delito por parte de otra persona sea algo ante lo que simplemente debemos resignarnos; sino que es un mal evitable, y que debemos activamente combatir como ciudadanos y personas): nos pone de frente con nuestra vulnerabilidad, nuestra finitud. De ahí el popular "no hay mal que por bien no venga", que, en este contexto, actúa como una burbuja de aire fresco que nos permite huir de ese egocentrismo y reencontrarnos con el mundo, con el otro, y con nosotros mismos. Por supuesto, como explican las reglas del conductismo, y que tan bien describen el comportamiento humano, la mera exposición ante ciertos estímulos no determina per se la respuesta del individuo, sino que entran en juego las variables disposicionales, historia de aprendizaje del individuo, etc. Pero lo bueno de este "determinismo" es que, conociendo las reglas del juego -es decir, cómo funciona nuestro comportamiento-, podemos modificarlo. Así, aunque ante tales acontecimientos como la muerte de un ser querido o la enfermedad propia, que nos producen miedo y tristeza al recordarnos nuestra finitud como humanos, las inercias de la sociedad nos empujan a la evasión, podemos reeducarnos, y convertir estas emociones en sentimientos que nos permitan crear. Y no solo hablo de creación artística (que, por supuesto, también), sino a crear mundo: a ser más hogar para el resto, a embellecer nuestro propio hogar. Esto es lo fundamental: no es solo un Carpe Diem individualista, que es lo que el capitalismo quiere vendernos, sino que es superarlo: disfruta tu propia vida, busca hogar, sé hogar, pues solo tienes una. Pero, también, utiliza el tiempo que se te ha dado para que el mundo sea más hogar para el resto. En la finitud tanto espacial como temporal de los seres vivos, las barreras entre ellos se difuminan: todos estamos heridos de la misma forma; resistir tanto la decadencia de la vida como las inercias destructivas de la sociedad pasa por ver el hogar en el otro, y en ser hogar para éste. Qué son nuestras diferencias ante la infinitud del universo, qué son nuestras diferencias ante el peso de nuestra propia finitud. Precisamente porque nuestro tiempo es limitado, lo que hacemos con él importa tanto (y creo que es esta libertad ante la finitud, ante la irreversibilidad, de lo que tan desesperadamente huimos).

Pero esta herida de finitud no es algo que podamos curar, ni tampoco es algo que debamos evitar, sino que, si nos atrevemos a pararnos y nos permitimos sentir y escuchar el dolor que emana de ésta, podremos descubrir cómo, al contrario de lo que el fascismo propugnaba, la muerte no canta a la muerte, sino a la vida. 






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