El otro somos nosotros

Es fácil vivir dentro de nosotros mismo, donde las cosas giran a nuestro alrededor. Estamos tan concentrados en nosotros mismos, en lo que tenemos que hacer cada día, en cómo optimizar y exprimir cada momento, en cómo ser más felices, en nuestra agenda para los próximos días, que ni siquiera concebimos un mundo donde no existimos, y del que no somos el centro gravitatorio. Y, sin embargo, prácticamente durante toda la vida del universo, nosotros no estábamos allí. Y durante casi toda la vida que le queda, nosotros no estaremos.

La vida se empeña en devolvernos a la perspectiva real, a través de la muerte o enfermedad de seres queridos, quizá tiene una función evolutiva. Mirar atentamente rostros conocidos tras mucho tiempo sin verlos. Reconocer gestos comunes escondidos: quizá el brillo de los ojos, la nariz achatada, o una marca de nacimiento. Tener que escarbar en esos rostros para encontrar algo con lo que reconocerlos. Rostros consumidos por la edad y el paso del tiempo. Rostros que, sin estos rasgos peculiares, no podrías reconocer. Rostros que te hablan de finitud y decadencia. La muerte nos susurra en todo lo que nos rodea, incluso en el reflejo que nos devuelve la mirada desde el espejo.Cuando la tragedia golpea con la impiedaz y pesadez que la caracteriza, volvemos a tener los pies en la tierra, y uno no puede sino preguntarse: "¿por qué he estado sufriendo? ¿Por qué he estado en este inútil sufrimiento conmigo mismo?". Desgraciadamente, esta vuelta a realidad suele durar poco tiempo: enseguida nos evadimos, presas del miedo e incomodidad, e impulsados por un sistema neoliberal que fomenta la individualidad y hace de ese miedo una vulnerabilidad con la que conseguir que consumamos más.

El miedo al dolor y a lo desconocido que sentimos cuando se nos ponen enfrente la crueldad humana o la muerte de un amigo, puede también llevarnos a un profundo rechazo de nuestra esencia como seres afectables. No solo a través de la evasión que nos empuja a no solo no pensar en la muerte en la enfermedad, sino en obsesionarnos por lo contrario (se nos vende contantemente el mensaje de "experiencias vitales", una cultura de fitness obsesivo y juventud eterna, etc.), algo profundamente entrelazado con el sistema neoliberal actual, que se nutre de las necesidades que nos crea él mismo (lo cual es, además, una interpretación desacertada de nuestra finitud): "precisamente porque vas a morir, tú, como individuo, tu felicidad individual se vuelve una prioridad, incluso a costa del resto". Nos acercamos a la clave de todo este entrsijo: la individualidad. Pero existe, aun así, otra reacción dañina ante este miedo, más allá de la evasión material que nos deja inmersos -y encerrados- en nosotros mismos: la apatía. 

Parece una conclusión lógica: si es el ser vulnerable, afectable, lo que tanto sufrimiento nos causa, ¿por qué no bloquearlo? Esto es lo que se consigue por ejemplo, a través de la habituación, pero es también la puerta de entrada del Mal. En sus escritos relatando inumerables torturas y perversiones sexuales con todo lujo de detalles y que se repetían a lo largo de las páginas, el marqués de Sade jugaba con el lector: aquello que, al leerlo por primera vez producía rechazo y asco, a través de la repetición, de la habituación y su correspondiente aburrimiento, consigue que normalicemos ese mal, y que simplemente no suscite ninguna reacción en nosotros. Diversos autores [Cavarero 2008, Carrasco-Conde 2021] proponen este mecanismo como el principal origen del mal, en el que asumimos, normalizamos y replicamos el orden preestablecido que nos indica cómo relacionarnos con los demás, y actuamos en consecuencia, reforzándolo y expandiéndolo. El mal tendría su dinámico origen en una forma de relacionarnos con el otro donde no lo vemos, donde solo hay apatía. Asumimos el racismo o el machismo, y las relaciones dinámicas que de ellos se derivan, y no solo no nos planteamos si son éticamente correctas o no [que es, según Hannah Arendt, cuando una persona deja de ser humana, y cuando el mal nace], sino que lo normalizamos en nuestro fuero interno, haciendo de esa forma de ver al resto el modo en el que nos relacionamos con el resto, en el que construimos mundo (y el mundo lo construimos con nuestra conducta). Vemos actos de crueldad hacia el oprimido y no sentimos nada; reproducimos este sistema abyecto con nuestras propias acciones, encaminadas a perpetuar esa jerarquía opresora, y no sentimos nada. Los personajes de Sade sentían un profundo placer perpetrando todas esas torturas y, sin embargo, Sade le mostraba en su propia carne al lector algo mucho peor: la indiferencia. 

Y la clave de esta indiferencia es que nos invade porque dejamos de sentir ninguna vinculación con la víctima, dejamos de verla. Como victimarios, nos quedamos aislados, desconectados del mundo, pues allá donde debiéramos ver a un ser humano con el que relacionarnos desde la igualdad y del respeto, vemos algo que consideramos inferior, que no somos capaces de integrar como un igual. De un modo igualmente terrible, la víctima queda también aislada del resto del mundo. No es una coincidencia que en los crímenes más abyectos, como las violaciones en el genocidio de Ruanda, o incluso en las sectas, lo que se busque sea primero aislar a la víctima, destruir toda humanidad de ella. Desconectarla de las personas, ideales y cosas que le importan, dejarla muerta por dentro. Tampoco es coincidencia que autores como Viktor Frankl, psiquiatra superviviente al Holocausto nazi narrara en su El hombre en busca de sentido cómo aquellos prisioneros que conseguían sobrevivir preservando la cultura eran aquellos con cultura y una rica interior: aquellos que, con ilusioniones, recuerdos, novelas,..., pudieran conectar con el mundo, y recordar su humanidad. Quisiera hacer un inciso aquí para remarcar la importancia de luchar contra el pesimismo más radical, de la importancia de la esperanza y la ilusión, para el ser humano y para hacer del mundo un lugar mejor. No en vano Mark Fischer en su obra Realismo capitalista: ¿No hay alternativa? comenzaba con la famosa y terrible cita de Margaret Thatcher hacia los mineros ("No hay alternativa"), y que hoy día se ha popularizado como eslogan sobre la necesidad del neoliberalismo y el capitalismo («es más fácil imaginar un fin al mundo que un fin al capitalismo», como dijeran Slavoj Žižek y Fredric Jameson). La esperanza, la imaginación, el arte o la música nos conectan con el mundo, con el resto, nos cobijan frente al desierto que es nuestra existencia individual y, por lo tanto, son características definitorias de nuestra humanidad también. De ahí la tragedia de que nos sean arrebatadas, lo cual es precisamente el objetivo del mal más extremo: la deshumanización (entendida como insensibilización, desconexión con los otros y uno mismo). Esta es la verdadera tragedia del mal: la pérdida de mundo, de conexciones humanas, tanto en la víctima como en el victimario, que es de lo que la indiferencia con la que realizamos el mal es síntoma.

Recuperando lo que muchos autores han dicho, desde Aristóteles o Rosseau hasta tiempos modernos, el ser humano es un ser social. Existimos, y nos descubrimos, nos conformamos, en la interacción con el otro. Es el otro el que nos ayuda a conformar nuestra individualidad; somos porque existimos en comunidad. E, irónicamente, como remarqué en otra entrada, siguiendo las ideas de filósofos como el español Josep María Esquirol, son los otros los que también nos salvan de nuestra individualidad. Es en la conexión con el resto de seres, y del mundo en general, lo que verdaderamente nos define como ser humanos, y lo que nos ayuda a aliviar -que nunca curar- la herida de nuestra finitud. Lo humano es cuidar, amar, acariciar, acompañar, compartir, sentir; somos seres inusitadamente afectables, sensibles en nuestro planeta. Muchas veces se dice que vivir requiere coraje; sin embargo, creo que lo que requiere coraje es vivir siendo consciente. La sensibilidad o afectabilidad (esto es, la capacidad de ser afcetado, conmovido), es un arma de doble filo. Eso es lo que creo que requiere coraje: mirar de frente quiénes somos, y nuestra posición en el mundo; ser conscientes de nuestra finitud y vulnerabilidad, y de la de nuestros seres queridos, pero, en vez de huir de ellas tras atisbarlas, abrazarlas y reconvertirlas, resignificarlas. Crear no a pesar de la herida, sino gracias a ella.

 (...) All are
        naked, none is safe (...)
  He sees deep and is glad, who 
        accedes to mortality
and in his imprisonment, rises
upon himself as
the sea in a chasm, struggling to be
free and unable to be,
        in its surrendering
        finds its continuing. 

        So he who strongly feels,
behaves. The very bird,
        grown taller as he sings, steels
his form straight up. Though he is captive,
his mighty singing
says, satisfaction is a lowly
thing, how pure a thing is joy.
        This is mortality,
        this is eternity.
- Marianne Moore, "What are years?" - 
   

Con riesgo de pecar de sobresimplificación al poder confundir forma y función en muchos casos, casi parecería que los mecanismos de defensa psicológicos como la despersonalización o la anheidonia nacerían aquí de una relación jerárquica, maligna, para con nosotros mismos. Como decía más arriba, una de las consecuencias del mal es la deshumanización del que lleva a cabo el mal, pues deja de reconocer a la vícitma como algo que merece respeto y cobijo, que merece un trato humano; pero lo es también de la víctima quien, completamente desconectada de todas las cosas que le hacían sentir humano -sus seres queridos, sus ilusiones y proyectos personales, su libertad, sus hobbies, etc. (en otros términos, sus reforzadores)-, acaba reproduciendo estos patrones de conducta nocivos para consigo mismo. Muy fácilmente, la víctima puede convertirse en victimario para consigo misma. Quizá pueda decirse que, a través de las verbalizaciones encubiertas, aquello que nos decimos a nosotros mismos (y que también es conducta), y que emana de una relación particular con nosotros mismos ("autoestima"... todo esto suena demasiado similar a lo que socialmente llamamos depresión, ¿no es así?), reproducimos, asentamos y reforzamos esa forma de vernos a nosotros mismos. Y acabamos por no sentir nada tratándonos mal, porque se ha establecido como el orden natural de nuestro mundo en el cual dejamos de vernos a nosotros mismos, dejamos de estar conectados con nosotros y vernos como un ser humano merecedor de respeto y cariño. Y de este sistema jerárquico, opresor, contra nosotros mismos, el mal se expande y reproduce, de forma que es bastante frecuente acabar rodeados de personas que tienen esa misma visión, esa misma dinámica relacional con nosotros. Maltratarnos a nosotros mismos con indiferencia, dejarnos maltratar con otros con indiferencia, porque es lo normalizado, lo que "merecemos", hasta que el malestar se vuelve tan insoportable que lo bloqueamos, y simplemente dejamos de sentir. El mal ha triunfado en nuestro propio interior. Podemos emplear el resto del día en acciones comunitarias altruistas, en intentar mejorar la vida del resto de seres del planeta, en combatir el cambio climático o la corrupción, pero cometemos un error lógico: hemos construido nuestro mundo de tal forma que nosotros no aparecemos al mismo nivel que el resto de elementos, es un sistema con desigualdades, y de éste nace una relación (con nosotros mismos) que reproduce el mal. Irónicamente, en nuestra búsqueda del bien podemos acabar haciendo el mal, incluso de una forma tan sutil como es para con nosotros mismos. 

 "Los hundidos, aunque hubiesen tenido papel y pluma, no hubieran escrito su testimonio porque su verdadera muerte había empezado antes que su muerte corporal" - Primo Levi, Los hundidos y los salvados (1986)-


Este análisis del mal puede entenderse en clave muy sencilla desde el conductismo psicológico, en el cual la sociedad, el sistema, refuerzan ciertos tipos de conducta que discriminan nuestras operantes, de forma que se acaban generando patrones de conducta automáticos en los que reproducimos estas jerarquías y mal hacia el resto o nosotros mismos (la verbalización encubierta es también conducta). Lo más importante de este análisis es que todo esto es aprendido: nos construimos a nosotros mismos y a nuestro mundo. Somos seres sociales sin una personalidad y conductas patrones e inmutables (por mucho que desde el mentalismo y, sobre todo el psicoanálisis, se nos haya dicho lo mismo) y, en consecuencia, el Bien o el Mal no son esencias del ser humano, las discusiones a lo largo de la historia sobre si el ser humano es bueno o malo por naturaleza se tornan fútiles, pues no somos ni una cosa ni la otra. De nuestras interacciones con el mundo, incluyéndonos a nosotros mismos, actuamos de una u otra forma, y esto es lo que acaba creando el mundo en el que vivimos. Por lo tanto, si somos capaces de reflexionar sobre nosotros mismos y nuestras creencias, si somos capaces de cuestionar todo aquello que hemos absorbido de la sociedad y realizar un análisis funcional de nuestras conductas, seremos entonces capaces de evitar el mal, desde el más visible que desencadena atrocidades, hasta el más mundano. Aunque esto pueda parecer muy sencillo a priori, no lo es, pues oculto en este análisis está un mensaje que nos puede parecer terrorífico: que no hay nada especial o monstruoso en aquellos que han llevado a cabo los crímenes que más nos repugnan, y bien podríamos ser nosotros bajo las condiciones adecuadas (esto fue lo que tanto escandalizó a la sociedad mundial tras el Holocausto nazi, descubrir que detrás de todos esos rostros asesinos había... personas normales, que besaban a sus hijos por las noches e iban a misa los domingos; y que llevó a Hannah Arendt a formular su "banalización del mal"). Es en cierto modo aterrador que lo único que nos separa de todo ello son simplemente nuestras decisiones, decisiones de las que somos íntegramente responsables. Es, por lo tanto, comprensible -que no justificable-, que mucha gente siga repitiendo los mantras de que los criminales son locos, enfermos mentales, o que "el ser humano es malo por naturaleza y no hay nada que hacer". La cara oculta y más peligrosa que oculta el pesimismo es la comodidad individual (si es así biológica e inamoviblemente, no habría nada que hacer, y no estaríamos llamados a hacer ningún esfuerzo).

El problema es que el ser humano suele ser demasiado bueno en escoger aquello que le da tranquilidad meramente a corto plazo. Cuando a esto le sumamos una sociedad neoliberal como la nuestra, donde no solo estamos agotados tras lidiar más de la mitad de nuestro día con el trabajo y otras tareas domésticas, sino que además estamos constamente autoexplotándonos, ansiosos buscando formas de ser más productivos y vivir nuevas experiencias; en las que las nuevas tecnologías, la velocidad y el capitalismo en muy buena parte han degenerado las redes de apoyo como la de los vecinos de los barrios; sino donde además se nos vende una visión completamente individualista de la vida, en la cual debemos buscar una idea inalacanzable de éxito que solo nos genera insatisfacción que intentamos paliar consumiendo más; en la cual se nos culpa de no ser suficientes a nosotros mismos (véase todo el desarrollo de la psicología positiva desde finales del siglo pasado en EEUU), donde competimos constamente unos contra otros; donde se polariza la información y se crean constantemente constructos de "los otros" (a través de los nacionalismos, del racismo, de las sectas, del machismo, etc.). Cuando todos estos factores actúan juntos, como es el caso en la sociedad actual, es aún más complicado luchar contra el mal, y no caer en los clichés simplistas de que el ser humano es así, y tendrá lo que se merece. Vivimos en general demasiado dentro de nosotros mismos, vivimos sin ver al otro, indiferente al otro. Vivimos, por lo tanto, reproduciendo todas estas dinámicas de mal sin siquiera darnos cuenta de ello.
Curiosamente, cuando algún dolor o enfermedad nos invade, quién no desearía no estar atado por lo corporal, simplemente trascender y continuar nuestras vidas como un espíritu. Sin enfermedad, sin insomnio, sin dolor físico. Y, sin embargo, pecamos de sesgo, pues el cuerpo también nos permite sentir placer, e interactuar con nuestro alrededor con intensidad, con una enorme variedad de olores y sabores, de tactos... Nos encontramos, de nuevo, con el el doble filo de la sensibilidad. Aquello que nos causa un dolor muchas veces insoportable, es también el que puede hacernos sentir haber alcanzado un cielo terrenal. De nuevo, son los otros y, sobre todo (pues de las dinámicas relacionales con el otro es también de donde sale el mal), es el cobijo con los otros en nuestra finitud, en medio del desierto, el compartir el último mendrugo de pan con los demás, en el cantar con la esperanza por un mundo mejor alrededor de una hoguera, en el tratar a los demás y a uno mismo con amabilidad y desde el respeto, en el permitirnos ser vulnerables, lo que nos hace ser humanos y lo que, más importante aún, convierten en este breve sendero que es nuestra vida, en uno que merece la pena ser caminado.

 

Comentarios